ICE 1021

Wir bitten um Entschuldigung

Capítulos

  1. Jordi Serrano
    0
  2. Vera Zakhariya
    1
  3. Emilia Yañez
    2
  4. Aleks a secas
    3
  5. Luis Buosi Buosi
    4
  6. Sinan G.
    5

1. Jordi Serrano

Ya iba bien mareado cuando entró al baño tambaleante del tren y, con muchísimo trabajo y mala suerte abrió, con una patada mal dada y más bien inintencional, la tapa del retrete, como quién voltea una lata llena de porquería con los pies, en parte por asco al olor, en parte por ahorrarse el trabajo de limpiarse las manos con algun pañuelo improvisado. Como no llevaba ni pañuelo ni nada que se le pareciera, y como no había ni papel higiénico ni papel de manos en ese baño (también ya había aprendido a esperar poco más que nada de aquellos trenes europeos de medio pelo), recurrió a aquel gesto que tanto había tenido que ocultar de sus padres en su ya muy lejana infancia: cerró los ojos ya apretó la boca mientras, apretando la lengua contra el paladar, inhaló de golpe, con un gruñido orgullosamente varonil, toda la masa de mocos y flemas que le venían llenando la garganta reseca desde el principio de ese viaje accidentado. Con los ojos aún cerrados bajó la lengua dándo vueltas en el interior de la boca, moldeando cuidadosamente esa obra maestra de gargajo que llevaba seguramente horas cuajándose bajo la nieve bávara.

Echó la cabeza hacia atrás mientras soltaba el chorro de orina en el inodoro recién abierto, la respiración contenida, más que por el olor del sanitario, por no tragarse ese gargajo magnífico que no tenía intención en soltar sin haberlo difrutado come merecía semejante ejemplar peninsular.Ave María... — pensó mientras le daba vueltas al asunto y se recordó a su padre hace tantos años, en ese extásis casi religioso con el que masajeaba los cuerpos inertes, trofeos de su amor a la caza, antes de filitearlos cuidadosamente. Se aguantó la risa. Para no ahogarse. Apretó las nalgas para exprimirse hasta la última gotita traicionera, sin tener que sacudir, y escupió, con la misma mala puntería con que todo lo hacía, aquella ejemplar y verdosa amalgama de mocos y sangre seca que, de igual manera que todo lo demás ese día, fue a parar, en lugar de a su debido lugar, sobre su amarillenta y fofa verga, más acostumbrada al alardeo que a la acción.¡Coño!

Tardó un tiempo en empezar a limpiarse con la mano. El agua del lavabo esta fría y no quería sufrir ni la limpieza ni la vergüenza de mojarse el pantalón por accidente con el vaivén del tren. Suspiró de mal humor mientras se quitaba los mocos del glande como en su momento se habría sacudido el semen, con pereza y de mala gana. Prefirió verlo por el lado positivo. No es lo mismo "Los Tres Mosqueteros" que "20 Años Después" — dijo para sus adentros toledanos. Se subió la bragueta. Hombre, mejor me hubiera dejado el pasaporte...

Share on socials

2. Vera Zakhariya

Vera lo sabía de sobra. Sabía que confiar en Moritz era no sólo una pérdida de tiempo, sino también un atentado a su integridad moral y a su dignidad. Pero el destino los había puesto a ambos tantas veces en el mismo tren -que con el paso de los meses se había reducido primero al vagón del restaurante, luego al cuartito del micrófono y, en las últimas semanas, al los diversos baños en los que no dejaban de coincidir mientras daban sus vueltas por el tren, él revisando boletos y ella ofreciendo café- que había terminado dándose por vencida y aceptando que la vida, así fuera por una perra vez, le diera un gusto que durara más de 2 minutos y terminara con una bomba en el cuarto de al lado.

Vera era lo suficientemente inteligente para no creer en esas coincidencias y veía a Moritz por lo que era: un mentiroso compulsivo al que su trabajo para la DB le quedaba como anillo al dedo, un mentiroso al que a veces incluso le envidiaba esa habilidad para transformar la realidad en las historias más divertidas, o la incompetencia propia y de sus colegas en golpes del destino que aguantaba con gesto estoíco. Vera no pudo evitar sonreirle de manera boba al verlo cerrar la puerta del baño. Había olvidado quitarse el anillo dorado del anular. Soltero mis pelotas...que mejor y más carismático mentiroso es, verdad. Debería darle premio — pensó. Le dió un beso en el cuello y, para estar segura de estar haciendo lo correcto, se puso de rodillas y le pidió la hora.

Moritz, que se consideraba definitivamente más inteligente de lo que era, no pudo no robarle unos minutitos al reloj. 12:45 — dijo, casi anunciandólo como lo hubiera hecho minutos con el micrófono en mano, a sabiendas de que eran las 12:55 y no llevaban retraso — nos quedan al menos 15 minutos antes de Dortmund. Le encantaba salirse con la suya, y lo hacía tan feliz saber que con Vera podía darse sus 2 mayores gustos: Las mujeres ucranianas y que le creyeran hasta la hora.

Share on socials

3. Emilia Yañez

Hizo su mayor esfuerzo para cerrar la puerta de una manera más bien tranquila y civilizada. La ventana abierta que mantenía ese baño sucio apenas habitable no le ayudó. Se estremeció por el ruido, puso el seguro, se volteó y, al ver en el espejo el despojo en el que estos 40 días de invierno, maltrato y hedores germanos la habían convertido, no pudo sino echarse a llorar, a sabiendas de lo caro que su maquillaje iba a pagar cada una de esas lágrimas.

Salir adelante siempre había sido un imperativo en su vida. Tal vez no fue lo primero en lo que pensó cuando conoció a Germán, pero definitivamente si lo primero que pasó por su mente y la de su mamá cuando él, entre como por hacerle la broma para quitarse el susto y como para darse por vencido frente a las directísimas indirectas, le pidió matrimonio. Sabía que se iban a ir del país y por eso aceptó. Para quedarse con él. Para que la sacara de ese charco inmundo que era su barrio, su ciudad tercermundista, su país de segunda mano, ya tan en las últimas que no le quedaba nada que ofrecer y sí muchas ganas de quitar.

Ella sabía que tenía que irse, moverse, salir del país para salir adelante. Y Germán, que resultó ser Hermann y un verdadero aventurero latino, le ofrecía una oportunidad única: dinero y amor. Pero eso había sido hacía medio año, en esa otra vida en la que sólo existían ellos dos y la buena comida. Tan diferente a sus miserables 7 paredes blancas en ese horrible Koln, o como fuera que se pronunciara. Esa ciudad tan fea como las rubias marimachas desvergonzadas con las que Hermann tenía que lidiar en la oficina todos los días. Al principio no había sido problema saber como le zopiloteaban esas descaradas en su hora de comida. A Emilia le bastaba tener a Germán en las noches para acariciarle el cabello rizado y sentirse un poco en casa. Tenían las noches y los fines de semana para extrañar menos. Pero con el tiempo Hermann empezó a llegar más tarde, a pedir esa comida horrible con col apestosa y quién sabe que tantas cosas que ni le sabían a ella ahora ni le sabrían nunca. Pero a Hermann sí le gustaban. Sobre todo cuando se iba a comer, cada vez más seguido, hasta los fines de semana con las zopilotas esas. Y así antes de darse cuenta, Emilia se había quedado relegada a esas 7 paredes insípidas, en un departamento en el culo de mundo, viviendo de su maleta a medio desempacar y sin nadie que le ayudara a armar los muebles. Y pues así no se podía, había decidido en la mañana de día 39.

Tocaron la puerta del baño. Igual que el viernes anterior, dejó correr un poco de agua en el lavabo como diciendo "ocupado". Igual que aquel día, en lugar de alivio, sintió el peso de todos sus miedos colgando de sus brazos bien depilados. Sí quería venirme al norte — se confesó entre sollozos — pero no a este pinche precio ijo. En lugar de los labios de Hermann, encontró delineador en sus mejillas. Volvieron a tocar la puerta. Ya chinguen a su madre. Ojalá se caiga el avión — pensó, habiendo olvidado por un momento que iba en el ICE 1021. No se enteraría sino hasta después de que el tren llegaría 2 horas tarde a su destino y que ella perdería su vuelo de regreso a México en Fráncfort, sus maletas en Paris y a su esposo en Colonia. Sí se puede — le hubiera gustado decirse — pero a qué costo, mano...

Share on socials

4. Aleks a secas

Con el corazón todavía nadándole en la garganta en la mezcla de alcoholes y semen que le habían permitido llegar hasta donde fuera que estuviera, Aleks soltó manija de la puerta de ese baño, tantas veces más amplio que las casas de campaña de las últimas semanas. Por primera vez en las ya bien entradas 14 horas de ese día, pudo darse el lujo de sentirse en la privacidad de sus 4 paredes prestadas. Un lujo que a estas alturas de la vida – después de haber perdido la patria, la familia, los ahorros y recientemente hasta el asco – le parecia más bien decadente y casi inmoral.

Lo primero que hizo fue aprovechar el agua corriente para quitarse las lagañas que llevaba desde que cayó la primera bomba. Igual que aquel día, sintió una extraña sensación de agradecimiento con el de abajo al verse en el espejo. Tal vez fuera el espejo a medio ensuciar o tal vez la naciente nostalgia la que hizo que Aleks reconociera en su reflejo lo que amaba de la herencia de papuchka y mamuchka – esos ojos azul profundo, el cuello alargado y terso y esas tetazas respingadas y jugosas que tan buenos servicios le habían rendido – y no, a diferencia de cuando todavía tenía un techo propio, la herencia deudora y despreciable – la barba mal poblada, el entrecejo negro y las nalgas caídas.

Fuera lo que fuese, Aleks se sintió feliz por un breve momento. Feliz de saber que había podido llegar tan lejos con sus propias fuerzas, con nada más que la poca ropa que llevaba puesta debajo del abrigo prestado y su cuerpo como motor y capital, feliz de saber que mamuchka y papuchka habían tenido la suerte de haber recibido la bomba entera de cuerpo presente, rápida e indolora. Esa bomba había sido lo mejor y lo peor que le había pasado – pensó mientras sacaba la jeringa vacía – le había quitado todo, hasta la necesidad de explicarles cómo había pasado de una escuela privada a vivir en la calle, o por qué, después de amenazarlos tantas veces con irse al Occidente a vivir la vida justa que merecía, regresaba ahora sin una grivna, sin boleto y con la convicción de que la misma miseria que había visto en casa también había echado nido en Alemania y probablemente en todo lo que antes había considerado un paraíso. Vaya paraíso el que me dieron por el culo – se dijo con una risita gonorreica, que enseguida se convirtió en dolor y luego en un suspiro casi inaudible. No se secó las lágrimas.

Bajó la tapa del WC a medio vaciar y se entronó, relajando los músculos para dejar ir el dolor y recibir el alivio que vendría con la primera dosis. Vació sus bolsillos. Primero la bolsita, luego el iPhone, la cuchara de la suerte de la abuela, vaselina. El encendedor estaba hasta el fondo del bolsillo. Lo sacó y lo probó 2 veces. Todo en orden – pensó con el pulso todavía acelerado – ahora sólo necesitamos que esta suerte nos dure hasta la frontera. 8 horas más, suka....

Share on socials

5. Luis Buosi Buosi

Francamente sí estaba muy nervioso. Le dolía el cuello. La espalda. Llevaba tanto tiempo planeando este viaje y no sabia todavía quién lo iba a recibir, ni en qué o cómo iba a terminar esa idea loca, halucinada a altas horas de la noche por la diferencia de horarios. Pénsandolo de la manera más franca, ni siquiera sabía por qué había empezado este viaje a pesar de su mejor juicio. Probablemente — pensó — por Sarah.

Se acordaba tan bien de Sarah, de sus ojos brillantes, sus pómulos altos, sus labios siempre resecos y cuarteados de tanto sonreír. Ay, Sarita — se lamentó con un suspiro. Al menos a esa Sarah, a Sarita, la recordaba bien. ¿Pero será esa la Sarah que me toque esta vez? — se preguntó contemplando el reflejo melancólico en lavamanos estancado. Recordaba bien a Sarita, esa versión tímida de la persona a la que habia conocido a los meses de nacidos, con quién se había más o menos criado y de quien, a su pesar, se había enamorado poco antes de que la vida les pusiera el Océano Atlántico de por medio en el 98.

Recordaba agradecido que la pérdida de contacto no había sido larga. Que, tan sólo unos años después, habían retomado sus vacaciones familiares. A esa otra Sarah que le había tocado conocer entonces tambíen la recordaba bien. La Sarah adolescente de principios de los 2000, un poco más insegura y gentil. Una niña en cuerpo de mujer de la cuál había esperado poco y recibido mucho más de lo que cualquier niño puberto como él a sus 16 hubiera podido soñar.

Tal vez la que más se había grabado en su memoria hubiera sido la Sarah que por un golpe de suerte y dos del destino, había pasado por una metamorfosis rarísima entre 2008 y 2014 que la había dejado en un estado sobrio e insaciable, con una sed vehemente de vida, como si en poco más de media década se hubiera dado cuenta de lo mal vividos que había pasado sus 20 y tantos años y que ni eso, ni sus juanetes, ni sus kilitos de más, ni sus ojitos somnolientos le lucían a su curriculum. Dispuesta a cambiarlo todo, había decidido hacer mejores inversiones con su tiempo y había terminado el contacto con la familia. A esa Sarah, Sarah Buosi Vega, la de la cabeza llena de ideas, productos y misiones para resolver el problema de este país, casi no le tocó verla. De esta era de la Sarah de la que Luis se acordaba cada vez que se preguntaba por qué habían perdido el contacto, por qué no les funcionaron las cosas, o el qué hubiera sido. Esa era la Sarah que le recoradaba que todo tenía su razón de ser.

Recordaba haberla visto un poco más feliz pero también un tanto más insoportable en 2019, antes de que todo se les hubiera ido irreparablemente a la mierda. Había ido sido la última vez. A finales de verano. Un verano como este — recordó, tan propenso como siempre a ver relaciones dónde no las hay — probablemente sea esta la Sarah que me reciba. De lo que no se acordaba, y a lo que le venía dando vueltas desde que se había subido a ese tren en Dortmund, era el por qué. Por qué habían perdido el contacto y por qué, después de tanto tiempo habían decidido ese preciso momento de sus vidas para verse otra vez. Ese momento en el que el peso de la vida le colgaba a Luis del cuello con la urgencia de los 8 kilos de Saralein. Terminó de limpiarle la cara. No pudo evitar decirle lo que llevaba aguantándose los últimos 6 meses, intentándo olvidarlo y sin embargo encontrándoselo a cada tropezón: Ya casi vas a conocer a quién debió de haber sido tu mamá — Se acordó de Humberto — Si es que llega...

Share on socials

6. Sinan G.

Cerró la puerta con mucho cuidado, como para no molestar a nadie. Respiró suvemente, con la mano aún la manija de la puerta, lista para pasar el cerrojo. Sabía que había sido silencioso. Que había pasado desapercibido. Que intenten — pensó antes de quitar la mano lentamente, casi como pidiéndole disculpas — al fin que ni boleto tengo.

Con la seguridad de no tener nada que perder, bajó la tapa del wc con el pulso de quien unge un último óleo. Suspiró como si exhalara humo. La verdad si me hace falta — pensó, saboreándose esa nube de nicotina que llevaba meses posponiendo cada día. Se sentó sobre la tapa y saco su iPhone. Suspiró. Un avión al menos podría haberlo tirado con esto — pensó sin saber bien si se refería al cigarro o al iPhone — me los habría llevado a todos conmigo, Rafa. Te lo juro. Te juro que me los llevaba conmigo. Se le quebró la voz — pero ni todos ellos te trairían de regreso, pinche puto. Pinche tren. Hubiera volado.

Sabía que no le quedaba mucho tiempo. Contaba con 3, cuando mucho 4 estaciones, una multa de 500 euros, tal vez uno o dos años de cárcel y un rinconcito en el infierno. Efectivamente no tengo nada que perder se dijo como para tomar impulso — no pierdo nada.

Se acordó de esos atardeceres en París, de su suegra y lo que estaría pensando en este momento — Si tan sólo supiera. Sacó la cajetilla de cigarros. Lo pensó más de lo que debía. Sabía que no debía pensarlo tanto. Sabía que pensarlo sólo lo iba a llevar a dudarlo. Y no quería dudarlo. Así como nunca dudó de Rafa. Así como Rafa nunca dudó de él. Hasta ayer. Y precisamente ahí todo había valido tres hectáreas de verga — Pinche Rafa — pensó como quién piensa en su propia esquela — ¿Por qué me haces esto? Ahora sí todo el pinche mundo se ve a enterar — se acordó de las noches en Münster y se le mojaron los ojos — Nos vemos en la próxima, putito.

Share on socials

We believe in freedom an privacy. That's why we won't track you here.

We only set a single cookie to keep this banner closed once you close it.