Emilia Yañez
ICE 1021
Hizo su mayor esfuerzo para cerrar la puerta de una manera más bien tranquila y civilizada. La ventana abierta que mantenía ese baño sucio apenas habitable no le ayudó. Se estremeció por el ruido, puso el seguro, se volteó y, al ver en el espejo el despojo en el que estos 40 días de invierno, maltrato y hedores germanos la habían convertido, no pudo sino echarse a llorar, a sabiendas de lo caro que su maquillaje iba a pagar cada una de esas lágrimas.
Salir adelante siempre había sido un imperativo en su vida. Tal vez no fue lo primero en lo que pensó cuando conoció a Germán, pero definitivamente si lo primero que pasó por su mente y la de su mamá cuando él, entre como por hacerle la broma para quitarse el susto y como para darse por vencido frente a las directísimas indirectas, le pidió matrimonio. Sabía que se iban a ir del país y por eso aceptó. Para quedarse con él. Para que la sacara de ese charco inmundo que era su barrio, su ciudad tercermundista, su país de segunda mano, ya tan en las últimas que no le quedaba nada que ofrecer y sí muchas ganas de quitar.
Ella sabía que tenía que irse, moverse, salir del país para salir adelante. Y Germán, que resultó ser Hermann y un verdadero aventurero latino, le ofrecía una oportunidad única: dinero y amor. Pero eso había sido hacía medio año, en esa otra vida en la que sólo existían ellos dos y la buena comida. Tan diferente a sus miserables 7 paredes blancas en ese horrible Koln, o como fuera que se pronunciara. Esa ciudad tan fea como las rubias marimachas desvergonzadas con las que Hermann tenía que lidiar en la oficina todos los días. Al principio no había sido problema saber como le zopiloteaban esas descaradas en su hora de comida. A Emilia le bastaba tener a Germán en las noches para acariciarle el cabello rizado y sentirse un poco en casa. Tenían las noches y los fines de semana para extrañar menos. Pero con el tiempo Hermann empezó a llegar más tarde, a pedir esa comida horrible con col apestosa y quién sabe que tantas cosas que ni le sabían a ella ahora ni le sabrían nunca. Pero a Hermann sí le gustaban. Sobre todo cuando se iba a comer, cada vez más seguido, hasta los fines de semana con las zopilotas esas. Y así antes de darse cuenta, Emilia se había quedado relegada a esas 7 paredes insípidas, en un departamento en el culo de mundo, viviendo de su maleta a medio desempacar y sin nadie que le ayudara a armar los muebles. Y pues así no se podía, había decidido en la mañana de día 39.
Tocaron la puerta del baño. Igual que el viernes anterior, dejó correr un poco de agua en el lavabo como diciendo "ocupado". Igual que aquel día, en lugar de alivio, sintió el peso de todos sus miedos colgando de sus brazos bien depilados. Sí quería venirme al norte — se confesó entre sollozos — pero no a este pinche precio ijo. En lugar de los labios de Hermann, encontró delineador en sus mejillas. Volvieron a tocar la puerta. Ya chinguen a su madre. Ojalá se caiga el avión — pensó, habiendo olvidado por un momento que iba en el ICE 1021. No se enteraría sino hasta después de que el tren llegaría 2 horas tarde a su destino y que ella perdería su vuelo de regreso a México en Fráncfort, sus maletas en Paris y a su esposo en Colonia. Sí se puede — le hubiera gustado decirse — pero a qué costo, mano...